El lugar de las aguas de la piedra verde.
Los Parques Nacionales de Fiordland, de Mount Cook, de Mount Aspiring y de Westland conforman Te Wahipounamu, una superficie de 2.600.000 hectáreas de la Isla Sur de Nueva Zelanda que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Te Wahipounamu en maorí significa “el lugar de las aguas de la piedra verde”, en referencia al pounamu o greenstone, una variedad de jade verde de gran dureza y belleza, que se encuentra únicamente en Nueva Zelanda.
Nueva Zelanda
Nuestro viaje «Conectando Bosques» nos lleva hasta Nueva Zelanda. Recorreremos las dos islas a través de sus bosques de Hayas del sur, de Podocarpus, de Kahikateas y por supuesto de los gigantescos Kaurís.
Las montañas del Takahe.
Nueva Zelanda un día fue el paraíso de las aves. En aquel tiempo, numerosos pájaros, muchos de ellos no voladores, se extendían desde los majestuosos bosques de Kaurís del norte de la Isla Norte hasta los frondosos bosques de Hayas del sur de la Isla Sur; desde los altivos bosques de Kahikateas hasta los altos pastizales alpinos. Fue una época en la que gigantescos Moas vagaban por bosques y praderas y eran cazados por águilas que pesaban hasta dieciocho kilos. Hoy todavía perviven algunas reliquias de aquel tiempo, como el Takahe. En mis primeros días de trekking por Nueva Zelanda voy a caminar muy cerca de las montañas de los últimos Takahes.
Los Parques Nacionales de Fiordland, de Mount Cook, de Mount Aspiring y de Westland conforman Te Wahipounamu, una superficie de 2.600.000 hectáreas de la Isla Sur de Nueva Zelanda que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Te Wahipounamu en maorí significa “el lugar de las aguas de la piedra verde”, en referencia al pounamu o greenstone, una variedad de jade verde de gran dureza y belleza, que se encuentra únicamente en Nueva Zelanda.
Esta piedra sagrada se convirtió en un símbolo de poder y en la piedra angular alrededor de la que los maoríes del Sur construyeron su comercio, su economía y su cultura. Los antiguos senderos del pounamu, que los maoríes recorrían entre la costa y los remotos valles montañosos a los que subían en su busca, eran parte de las arterias de sus relaciones económicas y sociales.
Por unos días recorro esos viejos senderos cartografiados en la tradición oral de los maoríes desde los fiordos de Milfor Sound hasta los fantasmales hayedos de Nothofagus del Routeburn Track. Una combinación de cascadas que vierten al mar desde acantilados verticales, altas montañas, bosques lluviosos, lagos y praderas alpinas, glaciares, ríos y cascadas, en un recorrido tan accesible como cautivador por el suroeste de la Isla Sur de Nueva Zelanda.
El Kea es el único loro alpino del mundo y solo se encuentra en la isla Sur de Nueva Zelanda. Se considera que los Keas son una de las aves más inteligentes del mundo y se ha constatado que han llegado a aprender a abrir grifos de agua o a encerrar a montañeros desprevenidos en los baños públicos. Los primeros maoríes que recorrieron los Alpes del Sur en busca de pounamu consideraban a los Keas “los guardianes de las montañas”.
Antes de despedirme de las montañas de la isla Sur me he acercado a su parte más alpina, al Parque Nacional de Mount Cook. Aquí se alza la mayoría de los tresmiles del país y entre ellos el monte Cook o Aoraki, que con sus 3.724 metros es el techo de Nueva Zelanda.
A mis ojos de simple aficionado a la montaña el monte Cook parece una fortaleza inexpugnable, fuera de mi alcance. A los ojos de un verdadero alpinista es un símbolo del montañismo. Entre estas cimas dio Edmund Hillary sus primeros pasos en la montaña. Pasos que no detuvo hasta conseguir, junto al sherpa Tenzig Norway, conquistar por primera vez el monte Everest.
Los alpinistas son, como los Keas, “los guardianes de las montañas”.
El Fantail o piwakawaka es un pájaro bello, frágil y desprende magia. Es un divertido acompañante de los caminantes. Revolotea siguiendo nuestros pasos, despliega su cola en abanico y parece querer vacilarnos con sus bruscos e infatigables cambios de dirección.
Christchurch es la mayor ciudad de la Isla Sur de Nueva Zelanda. Como el Fantail, es bella, frágil y desprende magia. A las afueras de Christchurch, más allá del magnífico jardín botánico, descubro otro rincón bello, frágil y mágico: el bosque de Riccarton, el último remanente de los antiguos bosques pantanosos de podocarpus que un día cubrieron amplias áreas de la región. Son únicamente siete hectáreas con diversos árboles locales, entre los que destacan los Kahikateas (Dacricarpus dacrydioides), el árbol más alto de Nueva Zelanda, que puede llegar a superar los 60 metros de altura.
Camino entre espléndidos Kahikateas, con la única compañía del canto despreocupado de los Fantails y otros pequeños pájaros. Camino en silencio, como mostrando respeto a unos árboles que han sobrevivido a dos culturas muy diferentes: los maoríes y los europeos. Conocer la historia del bosque de Riccarton, entender los motivos que lo han conservado hasta nuestro tiempo, me hace sentirlo más cercano y familiar.
Se estima que los maoríes arribaron por primera vez a Nueva Zelanda hacia el año 1200, navegando provenientes de la Polinesia. Estos recién llegados no vinieron solos. Les acompañaban perros, ratas, cerdos y pequeñas aves. Encontraron una tierra acogedora, fértil, y pródiga en caza, con los enormes Moas, que doblaban en tamaño a los actuales avestruces, como principal presa. Hacia el año 1400 los Moas comenzaron a escasear como consecuencia de la caza y muchas otras aves no voladoras iniciaron un fuerte declive a consecuencia de la predación por perros y ratas. El “paraíso de las aves” había comenzado a desaparecer.
Los primeros europeos llegaron en 1642, cuando una expedición encabezada por Abel Tasman fondeó en la costa norte de la isla sur. Del encuentro con los maoríes resultaron cuatro tripulantes muertos, por lo que el resto tomó la decisión de alejarse de esas tierras hostiles. Los europeos no regresaron hasta 1769, con la visita de un personaje cuyo apellido que ya nos suena conocido, James Cook. El desembarco de estos nuevos recién llegados no había hecho nada más que comenzar.
Acabo de iniciar un trekking de tres días por el Parque Nacional de Abel Tasman, muy cerca de la bahía en la que fondeó por primera vez el propio Abel Tasman. El Abel Tasman Coast Track es una de las nueve grandes rutas de senderismo oficiales de Nueva Zelanda y seguramente la más concurrida de turistas, los últimos recién llegados.
Wellington es la capital de Nueva Zelanda. Ubicada al sur de la Isla Norte, es una ciudad agradable, pequeña, pegada a una enorme bahía que le da luminosidad. En un extremo de la bahía se sitúa el museo Te Papa, en el que quiero ver “La transformación de Aotearoa”, una exposición sobre la degradación de los bosques de Nueva Zelanda desde que llegaron los primeros humanos.
Los maoríes llegaron a Nueva Zelanda hacia el siglo XIII y llamaron a esta nueva tierra “Aotearoa”. Antes de la llegada de los maoríes más del 80 % de las dos islas estaban cubiertas por bosques. Hacia 1840, cuando comenzó el asentamiento organizado de los europeos, los bosques ocupaban todavía la mitad del país. Con la instalación de las primeras granjas de colonos a mediados del siglo XIX, el progreso se entendió como la conversión de los bosques a tierras de cultivo y pastizales, lo que provocó que la deforestación avanzara exponencialmente. Hoy, los bosques nativos cubren aproximadamente el 25 % de Nueva Zelanda.
Allí donde un día dominaron impenetrables bosques de Kauris, Rimus, Totaras o Kahikateas, el paisaje de las grandes llanuras de Nueva Zelanda está dominado hoy por grandes extensiones de pastizales repletos de ovejas, en mosaico con infinitas plantaciones de Pino radiata. Se trata de uno de los procesos de destrucción del bosque más rápido de la historia de la humanidad.
Pero “la transformación de Aotearoa” no es solo una historia de la destrucción de sus bosques, también es la historia de cómo las personas han llegado a amar y cuidar esta tierra.
Las montañas sagradas de Tongariro se convirtieron en 1894 en el primer parque nacional de Nueva Zelanda y el cuarto del mundo.
Empiezo a caminar por el Tongariro Alpine Crossing, reconocido como el mejor trekking de una jornada de Nueva Zelanda. De momento no puedo corroborarlo. Avanzo en medio de una espesa niebla y el geométrico cono del Ngauruhoe, que debe de estar enfrente de mis narices, parece haberse esfumado. De repente, pasado el Red Crater, el punto más alto del recorrido, las nubes se empiezan a abrir y la montaña me regala por un momento una preciosa instantánea de los lagos esmeralda. Los grandes volcanes, el Ngauruhoe y el Tongariro, permanecen ocultos a mi vista.
El vínculo de los maoríes con sus montañas sagradas también permanece oculto a mi vista. Hago la travesía disfrutando del paisaje, del sol y de la niebla. Para los maoríes, Tongariro es mucho más: es su “tupuna”, su ancestro, y varias de sus cumbres son denominadas «tapu», una palabra que describe a lugares altamente sagrados. Nos hemos acostumbrado a mirar rápido, buscando instantáneas que incorporar a nuestro álbum de recuerdos y ya no nos paramos a mirar lento, hacia el interior. Ni siquiera cuando caminamos por la montaña.
En la mitología maorí, Tane Mahuta es el dios de los bosques.
Tane Mahuta también es el nombre del árbol más espectacular de Nueva Zelanda. Se trata de un gigantesco Kaurí que ya impresiona con solo escuchar sus dimensiones. Aunque no es un árbol particularmente alto ya que no alcanza los 50 metros altura, sus medidas parecen fuera de la realidad, ya que se le calcula un volumen del tronco de 255 metros cúbicos y un volumen total de nada menos que ¡516 metros cúbicos! Estas cifras convierten al Kaurí en la tercera conífera más grande del mundo, tras la Sequoia Gigante y la Sequoia Roja.
Tane Mahuta no es un gigante solitario. Al contrario, forma parte del bosque de Waipoua, un auténtico santuario forestal en el que crece gran parte de los más formidables Kaurís de Nueva Zelanda.
Estoy en el Santuario de Kaurís de Waipoua. En sus algo más de 9.100 hectáreas alberga el que me parece uno de los bosques más fabulosos que he conocido. Aquí comparten espacio algunos de los más gigantescos Kaurís que sobrevivieron al hacha y a la motosierra. Es un corto paseo, pero en uno de esos extraños lugares que te invitan a caminar despacio. A saborear cada paso. A querer grabar cada rincón en la memoria, porque sabes que las fotografías no podrán captar la locura que estás viendo. Camino bajo infinitas columnas que se yerguen como en un juego por ver cuál alcanza más alto.
El paraíso de las aves (1 de 8)
Un relato forestal viajero por Nueva Zelanda en 2018.
Las montañas del Takahe.
Nueva Zelanda un día fue el paraíso de las aves. En aquel tiempo, numerosos pájaros, muchos de ellos no voladores, se extendían desde los majestuosos bosques de Kaurís del norte de la Isla Norte hasta los frondosos bosques de Hayas del sur de la Isla Sur; desde los altivos bosques de Kahikateas hasta los altos pastizales alpinos. Fue una época en la que gigantescos Moas vagaban por bosques y praderas y eran cazados por águilas que pesaban hasta dieciocho kilos. Hoy todavía perviven algunas reliquias de aquel tiempo, como el Takahe. En mis primeros días de trekking por Nueva Zelanda voy a caminar muy cerca de las montañas de los últimos Takahes.