Un relato forestal viajero por Colombia en 2015
uando aterrizas por primera vez en un aeropuerto desconocido de cualquier parte del mundo, al atravesar la puerta de llegadas reconforta oír la voz de un viejo amigo gritando “¡Carlos!”. Estoy en Cali, en Colombia, y el que me llama es David, al que conocí hace ya unos cuantos años en Costa Rica en un curso de manejo de bosques tropicales. David es un biólogo colombiano que trabaja apoyando a organizaciones comunitarias negras del Chocó y a comunidades indígenas del Cauca.


En el camino a la casa de David en el sur de Cali pasamos junto al enorme distrito de Aguablanca, en el que conviven migrantes y desplazados por la guerra. Aguablanca es un barrio conflictivo en el que mandan las bandas y pequeñas pandillas que controlan sus respectivos territorios con fronteras invisibles que ni los vecinos se atreven a atravesar.
Estamos en 2015 y todavía queda más de un año para la firma de los acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y las FARC. Un conflicto armado que se eterniza desde hace décadas y que ha convertido a Colombia en uno de los países con mayor número de desplazados internos, con algunas estimaciones que hablan de más de cinco millones de desplazados.
Los desplazamientos forzosos se concentran en las zonas de combate y en los corredores de tráfico de armas y de cultivos ilícitos. Pero esta guerra también es una lucha por el territorio que afecta a la población de áreas con potencial minero o maderero, áreas de cultivo de droga o de palma africana e incluso a la de las zonas estratégicas para la construcción de infraestructuras.
Un ejemplo significativo es el de la minería ilegal de oro, que se ha llegado a convertir en un nuevo frente de guerra. Además del elevado impacto ambiental que provoca el empleo de mercurio en las explotaciones auríferas a cielo abierto, la minería ilegal representa una enorme fuente de recursos para los grupos armados, por lo que los militares realizan hasta incursiones aéreas para volar las retroexcavadoras clandestinas.


Estoy a punto de adentrarme en un país de paisajes y gentes espectaculares, pero en el que tengo que ir alerta para no meterme en zonas conflictivas, que son muchas. Partiendo de Cali, pretendo recorrer en bici el Eje Cafetero a través de lugares mágicos como Salento, el valle de Cocora o Manizales. Desde Medellín me desplazaré en bus hasta Cartagena de Indias para tomar un merecido descanso en la costa caribeña. Y para acabar, me espera la Sierra Nevada de Santa Marta y el trekking a la Ciudad Perdida, donde espero conocer a los descendientes de los antiguos taironas.


Todavía en Cali, David me anima a que en mi viaje no me fije únicamente en las partes negativas del conflicto e insiste en mostrarme los logros de los pueblos y comunidades colombianos a pesar de las dificultades. Desde su experiencia en el apoyo a organizaciones comunitarias, me habla de los avances en titulación de tierras indígenas o de la Ley de Consulta Previa a comunidades indígenas y negras. Me cuenta, por ejemplo, que en Buenaventura, una población portuaria del Pacífico colombiano que registra uno de los mayores índices de violencia y de desplazados del país, las organizaciones comunitarias consiguieron evitar la construcción de un macropuerto en su ubicación prevista inicialmente.

Dispuesto a descubrir Colombia a través de la gente que construye y no de la que destruye, me despido de David y de su familia e inicio mi “viaje loco”, como lo define Elena, otra amiga colombiana. Parto deseoso de llegar hasta la Sierra Nevada de Santa Marta, en el Caribe colombiano, donde viven unos de los pueblos americanos que mejor han preservado su forma de vida tradicional, ligada a la Sierra. Son los Wiwa, los Kogui, los Arhuaco y los Kankuamo, los autodenominados “Hermanos Mayores”, un ejemplo de gobernanza en un país desgobernado.
Por el camino, Colombia tiene mucho que mostrarme.

0 comentarios