A la sombra de las raíces de África (II) La Petit Côte.
Desde M´Boro, en la Grande Côte, atravieso la región de Thies hacia Guéréo, en la Petit Côte. Los Wolof, el grupo étnico mayoritario en Senegal, ocupan tradicionalmente toda esta área entre Saint Louis y Dakar, llegando por el sur hasta Fatick y Kaolack. Su influencia en el país en el ámbito socioeconómico y cultural se refleja en que más del 80 % de los senegaleses tienen el wolof como primera o segunda lengua. Naturalmente, yo no hablo wolof y, desgraciadamente, apenas francés. Sin embargo, a pesar de que casi no me puedo comunicar verbalmente, acercarme a la gente en bici me facilita la comunicación no verbal y pedaleo entre saludos, gestos y sonrisas.
Los Wolofs, como el 90 % de la población senegalesa, son actualmente mayoritariamente musulmanes. Pero al mismo tiempo mantienen parte de sus creencias tradicionales, en un sincretismo que alcanza su máxima expresión entre los Diolas de la Casamance.
Grandes Baobabs flanquean mi camino en este tramo. Aquí donde todo se muestra humilde: pequeños poblados dispersos, bosques de acacias de escasa talla, modestas colinas,…; los Baobabs se muestran altivos y orgullosos. Tal vez por eso cuenta una leyenda que cuando Dios notó la prepotencia del Baobab, que presumía de ser más grande, fuerte y bello que los demás árboles, lo castigó arrojándolo del revés, con las raíces hacia el cielo. Pero hasta del revés se siguen mostrando majestuosos.
Los Baobabs no solo son un elemento preponderante en el paisaje; también en la propia economía de las comunidades locales. Del Baobab se aprovecha todo. Dicen que su tronco puede almacenar más de 120.000 litros de agua. Además, sus hojas se comen en cuscús o sopas; de sus semillas y frutos, llamados pan de mono, se obtienen bebidas y aceites; sus raíces jóvenes parecen espárragos; con su corteza se elaboran cuerdas; con su madera, quillas para las piraguas; casi todas sus partes se utilizan en medicina… Por algo es conocido como “el árbol de la vida”.
A partir de Guéréo recorro la Petit Côte hasta su extremo sur: Joal-Fadiouth. Joal es un pueblo costero cuyos principales atractivos son su entorno de playas y manglares y ser la ciudad natal de Léopold Sédar Senghor, el primer presidente de Senegal. Fadiout es una pequeña isla, a la que se conoce como la “isla de las conchas”, unida a Joal por un largo puente de madera.
Fadiouth se ha convertido en uno de los atractivos turísticos más pintorescos del país. Su suelo está íntegramente compuesto por conchas, que los pescadores locales han ido acumulando sin descanso durante siglos para mantener la isla por encima del nivel del mar. Es un placer pasear relajadamente por sus callejuelas, sin el incordio de vehículos a motor. Encontrar los parlamentos o “casas de la palabra”, en los que se reúnen para discutir las cuestiones importantes, en un buen modelo de convivencia. O descansar bajo el Baobab Sagrado, un ejemplar que gracias a la continua disponibilidad de agua mantiene las hojas todo el año y que es respetado hasta el punto de que en los entierros, antes de llegar al cementerio se pasa con el ataúd por debajo de su frondosa copa y se reza una oración.
A pesar de que en Senegal la población es mayoritariamente musulmana, aquí la tendencia se revierte y la mayor parte es cristiana. En todo el país ambas religiones coexisten en armonía, pero es precisamente en el cementerio de Fadiouth donde esa convivencia se plasma en toda su belleza. Hay que cruzar a otra pequeña isla por una pasarela de madera para descubrir este fabuloso cementerio en el que las tumbas cristianas y las musulmanas comparten espacio, cubiertas con conchas y resguardadas por viejos Baobabs.
Resulta intrigante y a la vez turbador interesarse por los rituales funerarios de culturas distintas a la nuestra. Por un lado puede ser un mero interés folclórico, pero por otro nos hace replantearnos nuestra propia manera de entender la muerte. En “Mi carta más larga”, de Mariama Bâ, la protagonista reflexiona durante los funerales por la muerte de su marido:
“Por la noche, llega la fase más turbadora de la ceremonia del tercer día. Más gente, más empujones para ver y oír mejor. Los grupos se constituyen por afinidades, por lazos de sangre, por barrios, por corporaciones. Cada grupo exhibe su participación en el gasto. Antiguamente dicha ayuda se daba en especie: mijo, ganado, arroz, harina, aceite, azúcar, leche. Hoy, se expresa ostensiblemente con billetes y nadie quiere dar menos que el otro. ¡Desconcertante exteriorización de un inestimable sentimiento interno que se calcula en francos! Y aún pienso: ¡Cuántos muertos hubieran podido sobrevivir si, antes de organizar su entierro como un festín, el familiar o el amigo hubiera comprado la medicina salvadora o pagado su hospitalización!”.
En la Petite Côte y el delta de Sine Saloum la población es principalmente Serer. Se dice que los Serers llegaron a esta zona hacia el S. XII huyendo de la islamización en el norte de Senegal. Aunque actualmente se han convertido de forma mayoritaria al islamismo o al cristianismo, los enriquecen con antiguos ritos de su religión tradicional.
En la región de los Serers se daba sepultura a los griots en el interior de los viejos Baobabs. Los griots son los juglares africanos, los narradores de historias, los trasmisores de la tradición oral. A pesar de su importancia cultural, a los griots se les consideraba una casta baja y no podían ser enterrados para no contaminar la tierra. Al morir, se les cubría con una túnica blanca y se depositaban de pie en las cavidades de imponentes Baobabs, considerados Baobabs sagrados. Esta práctica se mantuvo hasta la pasada década de los 60, cuando Léopold Sédar Senghor, el primer presidente de Senegal y además de origen Serer, la prohibió.
Tras la enriquecedora visita a Fadiouth, me pongo en ruta nuevamente en dirección al delta de Sine Saloum. A menos de 10 km de Joal tengo marcada en rojo la primera parada: el “Baobab Sagrado” de Fadial, uno de los más impresionantes de Senegal.
Se estima que este árbol magnífico tiene más de 850 años y la circunferencia de su tronco es de casi 30 metros. Resulta espectacular admirarlo de cerca, más aún acceder a su interior completamente hueco por una pequeña abertura de poco más de 50 cm de anchura. Es un árbol hospitalario: un día sirvió de refugio eterno para los griots y hoy sirve de refugio para decenas de murciélagos. Sin embargo, en cierta forma me decepciona. El enclave se ha convertido en un reclamo turístico en el que guías y vendedores de artesanía se abalanzan sobre los visitantes a la búsqueda de unos cuantos francos CFA.
En el fondo no es más que un reflejo de la universal lucha entre tradición y modernidad. ¿Merece la pena traicionar a un símbolo de la propia identidad por la obtención de un bienestar material que de otro modo no sería posible? Esta difícil pregunta me hace recordar un pasaje de “Mi carta más larga”, de Mariama Bâ:
“Las interrogaciones eternas de nuestros eternos debates. Estábamos todos de acuerdo en cuanto a que eran necesarios algunos estruendos para asentar la modernidad sobre las tradiciones. Divididos entre el pasado y el presente, deplorábamos el goteo que no faltaba… Enumerábamos las posibles pérdidas. Pero sabíamos que ya nada volvería a ser como antes. Estábamos plenos de nostalgia, pero éramos enérgicamente progresistas”.
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