A la sombra de las raíces de África (I).La Grande Côte.
De Saint-Louis a Cap Skirring. Un viaje en bici del extremo norte a la punta sur de Senegal es una invitación a descubrir el país, su gente y su paisaje. En bici se avanza lentamente, fuera de las homogeneizadoras rutas turísticas, y se siente el cambio pausado y paulatino del entorno. Desde el árido Sahel al norte hasta la frondosa Casamance al sur hay dos elementos que configuran el paisaje de la zona costera de Senegal: la continua presencia humana y la continua presencia de Baobabs. Inicio un recorrido por Senegal a la sombra de los Baobabs, un árbol que dicen que está plantado al revés, con las ramas enterradas y las raíces al aire. Un viaje a la sombra de las raíces de África.
En Saint Louis, cerca del puente que lleva al Barrio de los Pescadores, encuentro mi primer gran Baobab. A pesar de los intentos de domesticación, disfrazando su tronco de valla publicitaria o aislando sus raíces bajo una fría capa de hormigón, este árbol se muestra majestuoso. Contemplándolo, no resulta extraño que el Baobab aparezca en el escudo y sea el símbolo de Senegal. Ni que en un libro de poemas en francés, que ojeo en el hotel de Saint Louis, haya uno dedicado al Baobab que empieza algo así como:
“Llena los ojos a lo largo del largo viaje.
En vastas extensiones proclaman su poder.
Los baobabs musculosos y seculares no son iguales;”
Sin duda, los imponentes Baobabs reclamarán mi atención, musculosos y orgullosos de llenar mis ojos a lo largo de este largo viaje en bici que recién inicio por las vastas extensiones de Senegal.
Dejo atrás Saint Louis y tras unos cuantos kilómetros de pedaleo, una vez perdido el influjo húmedo del delta del rio Senegal, el paisaje se vuelve netamente saheliano. La carretera atraviesa la Forêt Classée de Rao. Es un bosque abierto dominado por Acacias y en el que los dispersos Baobabs solo alcanzan modestas tallas. Las condiciones climáticas extremas acrecentadas por la presión de las actividades humanas provocan en estos bosques graves procesos de desertificación. En respuesta, veo carteles que informan de proyectos de restauración y conservación de la biodiversidad en el bosque de Rao.
El calor se hace notar. A pesar de estar a finales de octubre, la temperatura al mediodía supera con holgura los 35ºC y no se espera que vuelvan las lluvias hasta julio, dentro de más de 8 meses. Son condiciones duras, para el bosque, para el ganado, para los cultivos y para las pequeñas poblaciones que viven de ellos y de que las lluvias regresen año tras año. Lo que no siempre ocurre, como en las grandes sequias de los 70 y los 80 que provocaron hambrunas y grandes tasas de migración. También es duro para un ciclista poco entrenado, por lo que aprovecho cualquier oportunidad para tomar un descanso a la sombra de un árbol en alguno de los pequeños poblados que jalonan la carretera.
Las primeras etapas las finalizo sucesivamente en la gran Louga y en la pequeña Kebemer. En ambas ciudades aprovecho para visitar el mercado semanal. Es imposible para un europeo resistirse al embrujo de un mercado africano. La vista se recrea con los vivos colores de las telas y los vestidos de las mujeres; el olfato con los aromas de las frutas y los fuertes olores de los puestos de carne o pescado; el oído con la algarabía de vendedores y compradores; el gusto con el sabor de exóticos alimentos; incluso el tacto con la rugosidad de las máscaras y otras artesanías de madera.
Recorrer un mercado es pulsar el ritmo de la vida local. Lo complicado es ver más allá, en la trastienda. ¿Qué fuerza a los jóvenes a dejar su casa atrás para emigrar en busca de mejores oportunidades? ¿Qué lleva a las familias a ingresar a sus hijos en las “daaras” o escuelas coránicas en las que se convierten en “talibes” o “niños del bote” que ejercen la mendicidad?
¿Cómo se sienten las mujeres en una sociedad en la que sigue vigente la poligamia? ¿Qué mecanismos articulan en la actualidad el sistema tradicional de castas?
Las respuestas a estas preguntas las podemos buscar en la literatura. Antes del primer viaje a África, ¿qué viajero no ha leído a Kapuscinski, a Reverte o incluso a Naipaul? Sus lecturas ayudan a enfocar la mirada, a ver, como ahora, algo más que un exótico y colorista mercado en el que sacar la mejor fotografía del viaje. Viajamos a África y empezamos a ver a través de la mirada de grandes escritores que, sin embargo, no son africanos. Nos aportan una visión occidental de África.
“Mi carta más larga”, de Mariama Bâ, es reconocida como una de las novelas más importantes de la literatura senegalesa. Es la carta que una mujer escribe a su mejor amiga al quedarse viuda de un marido que tras muchos años de matrimonio había decidido tener otra esposa más. Trata sobre la condición de la mujer africana y la poligamia; sobre su papel en el matrimonio como una persona que viene a completar al marido; también sobre el salto de la sociedad tradicional a la moderna. En un pasaje escribe acerca de los consejos que recibe para “librarse” de su coesposa:
“Me aconsejaban con vehemencia acudir a hechiceros cuya ciencia aseguraban que estaba probada, alejando a la mujer perversa y devolviendo al marido al hogar. Aquellos charlatanes vivían muy lejos. Me hablaban de la Casamance donde los Diola y los Madjagas eran famosos por sus filtros mágicos. Señalaban con el dedo Linguère, el país de los Peul, reclamando venganza utilizando como arma el hechizo.”
La Casamance, el país de los Diola, y Linguère, el país de los Peul, suenan a tierras lejanas en las letras de Mariama Bâ. La Casamance es el destino final de mi viaje en bici; en pocas semanas llegaré al país de los Diola. Linguère, en cambio, queda fuera de mi ruta, hacia el interior de Senegal. Es la zona silvopastoral, el Bajo Ferlo, el gran Sahel senegalés, el hogar definitivo de los órixs de cuernos de cimitarra o de las gacelas Dama Mhorr tras su aclimatación en la Reserva de fauna de Guembeul. Es el hogar de los Peul, los pastores trashumantes que han extendido su territorio por las zonas sahelianas del África Occidental, de Senegal hasta Camerún.
De acuerdo a datos de la FAO, la zona silvopastoral cubre prácticamente la totalidad de la cuenca del río Senegal y ocupa el 27 % del territorio de Senegal. Es un área de pseudo-estepa en la que dominan especies arbóreas como el Datilero del desierto (Balanites aegyptiaca) o la frugal Acacia raddiana. También abunda Acacia senegal, la principal especie de acacia productora de goma arábiga, una resina muy utilizada tradicionalmente en la elaboración de cosméticos, pegamentos, caramelos, tintes y muchos otros productos. Junto a la trata de esclavos, el comercio de goma arábiga desempeñó un papel primordial en la economía del Saint Louis de la época colonial. Saint Louis fue el primer asentamiento de los franceses en África y la capital del África Occidental Francesa hasta que el auge del cultivo del cacahuete conllevó el traslado de la capitalidad a Dakar. Los grandes y hoy deslucidos hangares de la isla de Saint Louis, en los que los comerciantes franceses almacenaban y transformaban la goma arábiga, fueron testigo de la importancia de este árbol en la economía de la colonia francesa.
Las devastadoras sequias de las últimas décadas, los incendios, el sobrepastoreo y el uso excesivo de la leña, que se polariza en los asentamientos crecidos alrededor de los pozos de agua, están provocando la degradación de extensas áreas silvopastorales. Para luchar contra la desertificación, el Gobierno de Senegal ha abrazado con entusiasmo la iniciativa de la Gran Muralla Verde de África. Bajo este programa ha conseguido restaurar 40.000 hectáreas en la zona silvopastoral entre 2008 y el momento de mi viaje en 2018. Se han plantado a gran escala Acacia senegal, Balanites aegyptiaca y otros árboles locales y se han introducido cultivos hortofrutícolas que permiten limitar la sobreexplotación de otros recursos e insertar a las mujeres en la economía local. La Gran Muralla Verde no se tiene que entender como un muro verde que impida el avance del desierto del Sáhara sino de una forma metafórica. En realidad, se define como un conjunto de actuaciones de restauración ambiental y de desarrollo rural, que buscan frenar y revertir los graves procesos de degradación y desertificación del Sahel.
Las tierras secas, que constituyen el 41 % de la superficie del planeta, enfrentan un gran número de desafíos ya que entre el 10 y 20 % padece de una forma u otra los efectos de la degradación. Como respuesta a esta preocupación, la FAO puso en marcha una iniciativa participativa, parte de cuyos debates tuvieron lugar en un taller internacional que se celebró en Dakar en 2013. El fruto han sido las “Directrices mundiales para la restauración de bosques y paisajes degradados en tierras secas”. Las directrices ponen énfasis en la necesidad de fomentar estrategias diversas de restauración con una planificación a escala de paisaje; en la importancia de proteger los suelos contra la erosión, de aplicar técnicas eficaces de gestión del agua y de evitar la sobreexplotación de los recursos con la recolección excesiva de leña, el sobrepastoreo o los incendios incontrolados; en la eficacia de fomentar la regeneración natural; y, por último, en el interés de forestar únicamente en los lugares donde sea necesario, con las especies apropiadas, considerando las preferencias y usos locales, fomentando las especies autóctonas y asegurando que se haga el mejor uso de los limitados recursos hídricos.
Tengo que despedirme de Kebemer y del desierto de Lompoul y proseguir mi ruta en bici de norte a sur de Senegal por la costa, lejos de la zona silvopastoral de los Peuls, que se extiende hacia el interior del país. La visita al gran Sahel, donde empieza a tomar color el mastodóntico proyecto de la Gran Muralla Verde de África, tendrá que esperar a otro viaje, seguramente por otros países. En Lompoul he sido testigo de que con esfuerzo, colaboración y buen hacer se ha puesto una de las primeras piedras de esa muralla verde de más de 8.000 km. Caminando por las dunas de Lompoul he visto echar raíces a los árboles en la arena, a los tomates, cebollas, pimientos y frutales en las cubetas hortícolas y a una población Peul que hasta hace poco estaba siendo empujada a la migración por la presión del viento y la arena, por el avance de la desertificación.
La jornada entre Lompoul y M´Boro disfruto de un pedaleo relajado, silencioso y solitario. Lejos de las carreteras que amenazan con lanzar un camión o autobús desbocados sobre la bici y de los caminos de tierra que juguetones frenan el avance con trampas de arena o de espinas de acacia, pedaleo por la interminable playa de la Grande Côte acompañado por la brisa, las olas y la calima. Cada cierto rato se interrumpe la monotonía al acercarme a algún pequeño poblado pesquero que hace su vida mirando hacia el mar o al cruzarme con alguno de los vehículos locales que usan la arena como carretera principal. Me adelanta incluso una caravana de vehículos todoterreno que emulan al viejo Paris-Dakar en su camino hacia el Lago Rosa y Dakar.
Aprovecho cualquier oportunidad para descansar un rato a la sombra. A veces bajo pequeños cobertizos de los pescadores; otras veces bajo la banda de Filao, que machaconamente delimita la franja de playa. Los bosquetes de Filao dejan a la vista el éxito de su elección para la estabilización de las dunas costeras y la protección de la producción hortícola de los “Niayes”. Más de 60 años después del inicio de la reforestación, la Dirección Forestal ha elaborado un plan de manejo de la banda de Filao. El plan incluye la regeneración de las masas en dos fases bajo la implicación y responsabilidad de las comunidades locales: primero el aprovechamiento forestal y comercialización de la madera y posteriormente la replantación de Filao. Sin duda, un buen ejemplo de gestión forestal integrando protección, producción y el desarrollo de la población local.
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