Invierno en Izki. «Por encima de zarzas y matas…»
Un panel en Peñacerrada cuenta una leyenda: “No hace muchos años, había en Peñacerrada una modesta posada a la orilla de la carretera que va de Vitoria a Laguardia y su mesonera era bruja. Cierta noche, un arriero que allí se hospedaba se hizo el dormido en la cocina para descubrir lo que la mesonera hacía. Y cuando dieron las doce de la noche: La mesonera levantó una de las baldosas del suelo, sacó una escoba y una vasija de barro. Se untó todo el cuerpo con el contenido de la vasija y volvió a guardarlo todo en el mismo sitio. Después, diciendo “Por encima de zarzas y matas van las brujas al campo de las zaragatas” desapareció al momento. El arriero deseoso de saber a dónde había ido la mesonera bruja, repitió lo que la había visto hacer y dijo “por entre zarzas y matas van las brujas al campo de las zaragatas” y apareció – todo arañado y lleno de espinas – en el monte Urkiza, que desde aquí puede verse. Al ser descubierto por las brujas allí reunidas, para escapar pronunció la fórmula que éstas utilizaban para volver a sus casas. Pero de nuevo dijo: “por entre zarzas y matas van las brujas cada una a su casa”, en vez de “por encima de zarzas y matas…”. Imaginad cómo volvió el arriero. Y, más malhumorado que asustado por la experiencia, cogió los machos como pudo y se fue.”
La mesonera de la Venta de Quintana le había contado la leyenda de las brujas a nuestro arriero. Aunque le aseguraba que ella no era bruja, le había cambiado una vasija de barro que según ella contenía el ungüento para el hechizo por la misma cantidad de vino. Ya en Apellániz, el arriero se embadurnó con el brebaje e intentó repetir las palabras mágicas. Recordaba el aviso de la mesonera:
“Siempre por encima, nunca por entre zarzas y matas”. Pero, ¿cómo seguía? “Van las brujas al campo de las olagas, de las otacas, de…” A punto de rendirse, hizo un último intento: “Por encima de zarzas y matas van las brujas al campo de las zapacas”.
Y apareció sentado y con el trasero mojado sobre una turbera o zapacal en medio de Izki.
“En Izki te encuentras zapacas en cualquier vaguada”. Marino Gauna, Markinez, en “Valores Orales y Lingüísticos del Parque Natural de Izki”, de Andoni Llosa (3)
El arriero se levantó de un salto, entusiasmado. Acababa de descubrir el hechizo para aparecerse en Izki cuando quisiera. No parecía práctico, pero sí divertido. Miró a su alrededor. Era el mismo robledal que acababa de atravesar a pie. Salvo por dos detalles: ahora estaba nevado y unos extraños postes con hilos de alambre le impedían el paso.
Lo que el arriero todavía no sabía todavía era que el hechizo no solo le había transportado en el espacio, sino también en el tiempo. Ya no era otoño de 1592, sino invierno de 1960. Y algunas cosas habían cambiado en el bosque de Izki.
En el siglo XVIII se empezaron a producir cambios en la administración de los montes de Izki. Para sufragar los gastos de las comunidades, se estableció el cobro de una cantidad de diez reales anuales a los vecinos hacheros. Esto redundó en la autorización para que los vecinos vendieran al exterior la madera, lo que desencadenó cortas abusivas y el posterior endurecimiento de las restricciones.
En 1782 se puso fin a la costumbre vecinal ancestral de hacer uso libre del arbolado de Izki, al regularse la autorización de corta por parte del Alcalde Montanero del respectivo pueblo. Tiempo después, en 1849, las licencias de corta pasaron a ser competencia de la Diputación Foral, que en 1856 creó un puesto de guarda de montes para controlar los abusos de hacheros y carboneros. La medida debió resultar eficaz, como recoge Jesús María Garayo en “Los montes de Izqui Bajo (revolución burguesa y comunidad silvopastoril)” (4), donde transcribe un escrito dirigido al Diputado General en 1866:
“Los dos Izqui estaban ingestados de dañadores y los que entre estos más se distinguían eran los llamados teguilleros, vecinos la mayor parte de Marquinez, y carboneros de otros pueblos. El guarda (…), a fuerza de celo y valor, estirpó estos vicios…” (Archivo Histórico de la Diputación Foral de Álava) (4)
En 1918 el ingeniero de Montes Eduardo Alarcón publicó una interesante “Cartilla Forestal” (5), en la alentaba a los maestros de Álava a que “al calor de vuestros entusiasmos forestales, fructificará en los infantiles corazones la bendita semilla del AMOR AL ÁRBOL”, mientras lamentaba el estado en el que se encontraban los bosques alaveses:
“Recorrer los montes de Álava; aquellos bosques que brindaron sus valiosas posibilidades a nuestras antiguas flotas y, si sois alaveses y, por añadidura, amáis al árbol, sentiréis, como yo he sentido, que una desolación muy honda gana vuestros corazones. El hacha, el fuego, la reja y el ganado, movidos por la codicia y la ignorancia de los pueblos, han cercenado en tal medida el patrimonio forestal de nuestro suelo, que vastas zonas arboladas se convirtieron en peladas y carcomidas lomas coronadas allá, en lo más abrupto e inaccesible, por algún atormentado roble, testigo mudo de la rural barbarie”.
La “Cartilla Forestal” constituye un auténtico compendio de selvicultura destinado a los escolares alaveses de 1918, bajo la premisa de que “un buen sistema de instrucción primaria es el mejor sistema de Guardería forestal”:
“¿Cómo deben de aprovecharse los robles y las encinas? El roble debe aprovecharse en monte alto y la encina en monte alto cuando se trata de aprovechar sus maderas y frutos; en monte bajo cuando se desea obtener principalmente, leñas y carbones y en monte medio si se combinaran estos aprovechamientos” (5)
“Esta observación de la naturaleza ha hecho nacer la forma conocida con el nombre de monte alto entresacado. En ella se obtiene la posibilidad por medio de árboles aislados y repartidos por todo el monte. Es la forma en la que aparecen representadas todas las edades de los árboles; la que anula los peligros exteriores; la que mejor se presta a la regularización de las aguas y a la contención de tierras; la forma a la que van volviendo los países forestales más progresivos y a la que Gayer llama ·La escuela del Selvicultor·” (5)
“¿Los pueblos administran sus montes? No señor; los montes de los pueblos están administrados por la Diputación Provincial mediante un Ingeniero Director y el personal de guardería forestal” (5)
Con el paso de los años la Diputación de Álava iba tomando un papel cada vez más preeminente en la administración de los montes públicos alaveses. Por el contrario, el papel de las comunidades de montes, sus propietarias tradicionales, era cada vez menos relevante y “la llegada del estado liberal supuso el desmantelamiento progresivo de los órganos comunales de gestión en los montes de Izki y el reparto del arbolado y de la propiedad del suelo”(1). Los pueblos comuneros de Izki Bajo solicitaron en 1857 a la Diputación de la provincia la división del arbolado de sus montes, que además de sufrir cortas abusivas habían experimentado un desproporcionado aumento del número de incendios.
“Los montes administrados por más de un pueblo o digan en Comunidad caminan por bien que se encuentren a su completa mina. Un ejemplo fatal nos ofrece el rico monte que nos ocupa (Izki Bajo). Tan abundante es de chirpia, y que tantas esperanzas ofrece, tan arruinado se encuentra merced a pertenecer a siete pueblos y seguir aún administrado en común” (Archivo Histórico de la Diputación Foral de Álava) (4)
El reparto se ejecutó a partes iguales, pero adjudicando zonas de mayor calidad maderera a los pueblos con mayor número de habitantes, “entendiéndose que las yerbas y aguas así que el pasto de árboles ha de quedar en común aprovechamiento (4)”.
En 1877, para evitar la pérdida de sus terrenos comunales por aplicación de la ley de Desamortización de Madoz, la Comunidad de Izqui-Bajo tramitó la solicitud de excepción del monte en concepto de aprovechamiento común. La excepción de la venta de los montes de Izki fue denegada, aduciendo que constituía una mancomunidad de tierra, cuya disolución estaba ordenada legalmente. En un nuevo intento de evitar la desamortización, el 15 de agosto de 1889 se acordó el reparto del suelo de Izki Bajo entre los pueblos comuneros, repitiendo el amojonamiento realizado para la división del arbolado. El tortuoso camino para evitar la venta forzosa de sus montes comunes concluyó al fin con la declaración de Izki Bajo e Izki Alto como Montes de Utilidad Pública. Con este acto se consiguió que los montes de Izki, como gran parte de los montes públicos alaveses, se exceptuaran definitivamente de la desamortización.
A pesar de la forzada división del suelo de Izki Bajo en 1889, en la práctica los pueblos comuneros mantuvieron en común el aprovechamiento de yerbas, aguas y pasto del arbolado durante las siguientes décadas. Hasta que en los años 50 nuevos cambios llegaron para quedarse. Como podía comprobar nuestro arriero, “en 1957 y 1958, la dificultad para contar con pastores en ciertos pueblos, y en otros la necesidad de incrementar la cabaña ganadera, movió a las comunidades a crear pastizales y cercados que pusieran fronteras físicas a lo que durante siglos fuera un continuo nemoral” (4). Los cierres que le impedían el paso acabaron definitivamente por dividir los montes comunes de Izki y aceleraron la desaparición de la Junta de la Comunidad, que celebró precisamente sus últimas reuniones en 1960.
En 1960 Izki continuaba siendo un bosque especial. Pero muchas cosas habían cambiado…
Los últimos de los viejos oficios del bosque
Los viejos caminos de herradura por los que el arriero había atravesado tantas veces la Sierra de Cantabria de camino a la costa resultaban tortuosos y peligrosos. Sin embargo, para 1960 la situación había cambiado drásticamente. Modernas carreteras salvaban ahora cómodamente la Sierra por los puertos de Bernedo, Herrera y Rivas de Tereso y se continuaban hasta Vitoria bordeando los montes de Izki. El ferrocarril vasconavarro, que en su trazado entre Vitoria y Estella seguía los ancestrales caminos de arrieros y carruajes por el valle de Arraia, se mantuvo en funcionamiento entre 1927 y 1967. Las grandes ciudades vascas se consolidaron como un potente foco de desarrollo industrial que originó un intenso flujo de migración campo-ciudad. La migración y la modernización del campo estaban transformando los medios tradicionales de vida de las gentes de Izki y del conjunto de la Montaña Alavesa.
Una silueta surgió de entre los berozos y saludó al arriero alzando su bastón. Era un hombre chaparro, como los characales de roble. Una manta le protegía parcialmente del frío de esa tarde de invierno. Llevaba la ropa con petachos, la txapela calada, calzaba unas alpargatas que apenas impedían que la nieve empapara las gruesas medias de lana y al hombro le colgaba un zurrón y una vieja escopeta de un cañón. Se acercó al arriero y le ofreció un trago de su bota de vino. – ¡Así que estamos en 1960!-, se sorprendió el arriero.
En “El Furtivismo en la Montaña Alavesa. Algo más que pícaros o burladores”(6), Jesús Prieto describe a los últimos auténticos pobladores de los bosques de la Montaña Alavesa, que en la década de los 60 todavía mantenían una forma de vida ancestral ligada al monte.
“Agazapado entre los berozos está nuestro hombre. Lleva allí toda la noche; a su lado la escopeta, como si de una fiel compañera se tratase. Es vieja, no hay dinero para lujos, pero sus dos cañones brillan y denotan el cariño con que nuestro protagonista la cuida” (6)
Frente al arriero se encontraba uno de los últimos representantes de un sistema de vida tradicional que la industrialización desmoronaba a toda prisa. El hombre mostró al arriero el fruto de su jornada en el monte. Había pasado la noche a la espera del jabalí, pero se tenía que conformar con una recompensa menor. En el zurrón llevaba dos sordas y un tasugo.
En “La caza en la montaña alavesa”(7), Gerardo López de Guereñu describió el panorama de la caza en la comarca a finales de la década de 1950, dejando constancia de algunas costumbres ya desaparecidas, como la captura de alimañas o de micharros.
La caza del lirón gris o micharro era una actividad tradicional en la Montaña Alavesa. Los micharros se cazaban sobre todo en otoño y eran muy apreciados por su carne y por su grasa.
“Se introduce en los micharzulos un alambre regular de gruesa, que dispone en un extremo de un gancho afilado y en el otro de una especie de anzuelo, con el que se le da muerte. El gancho sirve para sacarlo una vez muerto o malherido. Si con esto no se consigue nada, se procede a llenar de humo el orificio y entonces sale a morir a la misma boquera del micharzulo. Su carne es muy codiciada y se la considera más gustosa que el mismo pollo; en una palabra, es el manjar más exquisito que se puede presentar al habitante de esta comarca. Su grasa está indicada para el tratamiento del reumatismo”. (Comunicado por D. Higinio San Vicente). (7)
La caza de la paloma torcaz o torcaza cuenta también con una amplia tradición en la Montaña Alavesa. Todavía se caza al paso desde puestos fijos con ayuda de cimbeles o zumbeles con palomas vivos para atraer a los bandos migratorios otoñales. Los zumbeles se mueven desde la chabola accionados por una serie de cuerdas y poleas que hacen aletear a la paloma o “ciega” que ejerce de reclamo.
“Ciega, o sea paloma (suelen ser varias, colocadas en distintos sitios), que sirve de reclamo, y que contrariamente a su nombre no suele condenársele a ceguera perpetua, ya que si se trata de ejemplares domésticos, no es preciso que pierdan la visión, puesto que ni se asustan, ni pretenden huir como hacen las palomas torcaces al ver a sus compañeras. Estas torcazas salvajes suelen ser los mejores reclamos y proceden de crías cogidas en el nido, pues algunas parejas hacen su puesta en estos montes. No obstante, tampoco con éstas se sigue la salvaje costumbre de vaciarles los ojos, lo más que suelen hacer es coserles los párpados mientras dura la pasa, volviendo luego a la normalidad hasta otro año.”(7)
Algunas piezas de caza muy apreciadas en la época, como el jabalí, la liebre, la becada o sorda y la malviz, se siguen cazando actualmente. Otras, como el tasugo o tejón, con cuyos pelos se hacían brochas y cepillos, o las llamadas alimañas (ura o garduña, tiguere o gato cerval, paniquesilla o comadreja,…) están protegidas desde hace varias décadas. Entre las alimañas, hay que destacar el oso y el lobo, ya extinguidos para 1960 en la zona, pero que en tiempos dominaron los bosques de Izki.
En una publicación de mediados del pasado siglo XIX, se afirma hablando de Izqui: “Cuando el monte estaba en su auge, encerraba en su seno abundancia de osos, tigres, jabalíes, lobos, corzos y otros animales; mas en la actualidad abundan las perdices y otras especies, apareciendo de vez en cuando algunos lobos procedentes del monte Urbasa”. (7)
Izki permanece desnudo en invierno. Sólo unas pocas especies como el Tejo o Aguin (Taxus baccata), el Acebo (Ilex aquifolium), los Guiris (Erica arborea) y otros Berozos (Erica sp.) se atreven a desafiarle manteniendo sus hojas durante esta fría estación. Con la corteza de Acebo los jóvenes elaboraban liga para cazar pajarillos, a los que precisamente el Acebo ofrece cobijo en invierno entre el verde lustroso de sus hojas perennes y sus pequeños frutos rojos que dan de comer a malvices y tordos.
“Las horas que pasábamos con los cepillos o con varetas de liga, escondidos detrás de los arbustos para cazar pajarillos. Cuando teníamos una docena…¡Hala a comerlos! ¡Qué ricos estaban fritos! Comíamos hasta los huesecillos… ¡Como pá dejar los huesos estábamos! (6)
El arriero se despidió del furtivo y emprendió camino hacia Apellániz. A medida que avanzaba comprobaba todo lo que había cambiado en Izki. Al atravesar el término de Larraneta descubrió una gran superficie agrícola en el corazón del bosque. Recordó que en este lugar se celebraban las reuniones anuales de la Junta de la Comunidad de Izki Bajo. En 1960 tanto la Comunidad como los robles de Larraneta habían desaparecido.
Desde principios de los años 50, varios pueblos empezaron a roturar terrenos en sus respectivas porciones del suelo dentro de Izki. Maeztu fue el primero en solicitar en 1951 la roturación de 150 fanegas de monte, precisamente en Larraneta. Algunos de estos roturos resultaron de baja producción agrícola, por lo que pronto se optó por su reforestación con coníferas. En los años 60 ya se plantaron en Larraneta los roturos de Apellániz con Pino silvestre (Pinus sylvestris), Laricio (Pinus nigra) y Marítimo (Pinus pinaster). Una década después se amplió la reforestación mediante consorcio con la Diputación Foral de Álava a los roturos de Maeztu, incorporando también el Abeto Douglas (Pseudotsuga menziesii).
La mecanización, tanto de las labores agrícolas como de las forestales, estaba volviendo a cambiar el aspecto de los bosques de Izki.
“los nuevos roturos se van apoderando de los sitios antaño poblados de robles, abillurris, acebos, etc.; los montes de Izqui, en los que se podía andar horas enteras sin encontrar signo de humana presencia, se van quedando pequeños; los camiones avanzan por todos los caminos hasta ahora sólo transitados por arrieros y pastores, y que hoy conducen a una nueva tala maderera o a las dichas roturas establecidas en pleno corazón de estos terrenos antes casi vírgenes de cultivo.” (7)
Carboneros, caleros y txirrikeros
Desde el interior del bosque le envolvió al arriero un olor a humo que le resultaba familiar. Sin duda era una carbonera. Le alegró descubrir que no todo había cambiado: en 1960 todavía se mantenían vivos algunos de los viejos oficios del monte. Bernedo era reconocido por sus caleros; Lagrán por sus carboneros; Campezo por sus txirrikeros. El arriero había compartido unos cuantos almuerzos con caleros, carboneros y txirrikeros, por lo que sin dudarlo se acercó a conversar.
El carbonero no estaba sólo; había recibido la visita de un amigo pastor de ovejas de Apellániz y se disponían a almorzar juntos. Invitaron a nuestro arriero a sentarse con ellos y sacaron las vituallas. El pastor dejó sobre el mantel un queso, unas castañas, pan y miel. El carbonero mostró al arriero el contenido de su cazuela de barro y le dijo sonriendo: – “¡Este plato lo aprendí hace mucho de un arriero como tú!”-. Los arrieros crearon el bacalao ajoarriero en el camino.
El bacalao salado era uno de los principales productos que transportaban los arrieros desde la costa hacia el Valle del Ebro. Para prepararlo por el camino sin perder mucho tiempo tuvieron que idear una forma de desalarlo rápidamente. El bacalao desmigado y desalado junto al río lo mezclaban con pimiento, tomate, guindilla y ajo. En ocasiones, el ajoarriero se enriquecía con un puñado cangrejos recién pescados, tan abundantes en el río Izki hasta que la afanomicosis casi los hizo desaparecer hace pocas décadas.
El pastor de Apellániz todavía elaboraba el queso de oveja artesanalmente. Tras cuajar la leche templada y removerla pacientemente, separaba el suero del queso, lo prensaba en el molde y lo salaba. La miel la obtenía de colmenas instaladas en troncos vaciados y apilados en horizontal. Desde finales del siglo XVIII se plantaron castaños en los montes de Apellániz. El pueblo proporcionaba los terrenos y cedía la propiedad del mismo número de árboles a cada vecino. Las castañas constituían un recurso alimenticio muy importante para el invierno, por lo que durante la temporada de recogida se contrataba un guarda para que evitase el robo de los preciados frutos.
Mientras comían, el carbonero les explicó cómo construía las carboneras. Primero cortaba la leña de Roble o de Haya y en un sitio despejado construía la pira, con un eje central o “alkate” que al retirarse daría forma a la chimenea. Tras apilar los troncos, de más gruesos a más finos, cubría todo con hojas, hierba o musgo y posteriormente con tierra. Hacía una serie de agujeros para que la carbonera o txondorra respirase y ya estaba lista para prenderla por la chimenea y dejarla arder lentamente unos diez días hasta que la madera se transformaba en carbón.
Era necesario vigilar la evolución del fuego día y noche, por lo que junto a la carbonera construía una rudimentaria cabaña en la que descansar. Cuando el humo se oscurecía era la señal de que el carbón ya estaba listo. Entonces iba tapando los agujeros y apagando la carbonera en un proceso que duraba otros cinco días. El carbón obtenido lo introducía en sacos y lo transportaba para la venta. Otras veces se tenía que conformar con hacer cisco para braseros con abarras pequeñas.
En la zona de Lagrán tenían fama las mujeres carboneras, que hasta mediados del siglo XX se encargaban de transportar el carbón que elaboraban a tierras riojanas, de donde regresaban con otros productos como vino y aceite, siguiendo las rutas a través de la Sierra de Cantabria que tan bien conocía el arriero. Pero las mujeres carboneras no siempre habían sido bien recibidas:
“Yten que ninguna mujer sea ossada ni se entremeta a cortar arbol ni hacer carbón so pena de seiscientos maravedís por cada pie que cortare». Ordenanzas de la Hermandad de Izqui alto o Junta General de Ezquerran. (2bis)
En la ladera norte de la Sierra de Cantabria, de sustrato calizo muy diferente del arenoso Izki, era habitual la construcción de hornos de cal, caleros o karobiak. En los caleros se calentaba la piedra de cal a temperaturas próximas a los 100 grados centígrados para obtener cal viva. Una vez armado el horno se encendía con madera de Boj (Buxus sempervirens), que también era la preferida por los txirrikeros para elaborar sus artesanías en madera (cucharas y tenedores, mangos de herramientas, zoquetas, piezas torneadas y hasta makilas). El horno permanecía encendido tres días y tres noches de forma ininterrumpida. La cal viva era muy apreciada para tratar las viñas y la cal apagada para blanquear las casas. En la zona de Bernedo el último calero activo fue Juan Luis “el calero de Villafría”.
La ruta de los caleros y la carbonera, junto a la ermita de Ocón en Bernedo, es un homenaje a los últimos trabajadores del bosque de la Montaña Alavesa.
“Cuando tuve un trabajo y unas perricas al final de mes, lo dejé. ¡No he vuelto al monte ni a por abarras! Pa que te des cuenta de los amores que le tengo yo a estar todo el año como un cabr… … esperando un jabalí o cazando micharros que te atravesaban la mano con sus dientes. Casi te diría que no he vuelto al monte ni a pasear.” (6)
El arriero reemprendió su camino. A lo lejos escuchó cantar al pecu con su “cu-cu, cu-cu”. Era un presagio de buena suerte y una señal de que la primavera estaba a punto de llegar con más cambios.
Bibliografía consultada en este capítulo:
(1) Martín, R.; 2005. Izki, Parque Natural. Diputación Foral de Álava. Vitoria-Gasteiz
(2bis) González Salazar, J. A.; 1969-1970. Ordenanzas de la Hermandad de Izqui alto o Junta General de Ezquerran. Anuario de eusko-folklore. Sociedad de Ciencias ARANZADI. San Sebastián
(3) Llosa, A.; 2020. Valores Orales y Lingüísticos del Parque Natural de Izki. Urarte, Markinez y Arluzea. Diputación Foral de Álava. Vitoria-Gasteiz
(4) Garayo, J. M.; 1989. Los montes de Izki Bajo (revolución burguesa y comunidad silvopastoril). Granja Modelo – CIMA. Arcaute (Vitoria-Gasteiz)
(4) Garayo, J. M.; 1994. Comunidad de Montes de «Izqui-Bajo» (Álava): Proindivisión silvopastoril y modelo liberal de propiedad (1833-1960). Estudios Geográficos. Año LV. Núm 215
(5) Alarcón, E.; 1918. Cartilla Forestal. Diputación Foral de Álava. Vitoria-Gasteiz
(6) Prieto, J.; 2004. El Furtivismo en la Montaña Alavesa. Algo más que pícaros y burladores. Diputación Foral de Álava. Vitoria-Gasteiz
(7) López de Guereñu, G.; 1957. La caza en la montaña alavesa. Sociedad de Ciencias ARANZADI. San Sebastián
(7bis) López de Guereñu, G.; 1998. Voces Alavesas. Euskaltzaindia. Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz
Muy interesante