El Caribe colombiano
Cartagena de Indias
Cartagena de Indias es una ciudad para descubrir pausadamente paseando por sus calles y sus murallas cargadas de Historia y de historias como la de Florentino Ariza y Fermina Daza que Gabriel García Márquez relata en “El amor en los tiempos del cólera”. Tomando un café entre sus muros me parece escuchar a Fermina Daza intentando mantener la llama del amor eterno de Florentino Ariza: “Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos para ver el futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja que el tiempo pase y ya veremos lo que trae”. Eso es lo mejor que se puede hacer en Cartagena, dejar que el tiempo pase. Un tiempo que parece que no pasa en una ciudad que se resiste a abandonar su época gloriosa colonial.

En Cartagena también merece la pena salir a descubrir los tesoros que se esconden extramuros, en el Parque Nacional de los Corales del Rosario. Para descubrir los tesoros de Cartagena esta vez no voy a internarme en sus bosques; al contrario, me toca bucear en el mar. El primer tesoro lo encuentro nada más sumergirme en el agua: son los arrecifes coralinos, también llamados las selvas del mar, uno de los ecosistemas más biodiversos del planeta y que por desgracia están en regresión en todo el mundo. El segundo tesoro es literal y para encontrarlo me tendría que sumergir hasta el fondo del mar, ya que se resguarda en los barcos españoles hundidos en el Caribe. El más legendario de estos pecios es el galeón San José, que el Gobierno de Colombia ha localizado a escasa distancia de las Islas del Rosario y que parece que almacena el mayor de los tesoros de oro, plata y esmeraldas de los que esconde el Caribe en sus profundidades.

Según narra García Márquez, estos tesoros tampoco pasaron desapercibidos a Florentino Ariza en su empeño por enamorar a Fermina Daza:
“Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista. (…) Contó, ahogándose por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones, pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave…”

Tras unos días caribeños confundiendo la realidad con el realismo mágico, va llegando el momento de que deje de “dejar que el tiempo pase” en Cartagena. Como he decidido embalar definitivamente la bici, monto en un bus con destino a Santa Marta y su Sierra Nevada. Atravieso los paisajes de Macondo, o más bien de Aracataca, donde vieron la luz García Márquez y sus “Cien años de soledad”.
Como proclama su eslogan, Santa Marta tiene “la magia de tenerlo todo”. En pocos kilómetros se puede pasar de alguna de sus más de 100 playas caribeñas, como las del Parque Nacional Tayrona, a la sierra litoral más alta del mundo, que alcanza 5.775 metros en el Parque Nacional de la Sierra Nevada de Santa Marta. Ambos Parques Nacionales constituyen el antiguo territorio de los Tairona y en la actualidad el de sus descendientes: los Kogui, los Wiwa, los Arhuaco y los Kankuamo.
Una mañana calurosa como todas en Santa Marta hago una excursión a Minca, un pequeño pueblo cafetero en las estribaciones de la Sierra. Rememorando mi “viaje loco” por el Eje Cafetero, me vuelvo a subir sobre dos ruedas, aunque esta vez es una confortable moto y no mi bici, a la que sigo siendo infiel desde que la engañara con un autobús en las cuestas del puerto de Las Minas.
En Minca visito la Hacienda cafetera La Victoria, fundada en 1892 y que hoy mantiene el sistema de producción original, por lo que la visita es un nuevo viaje al pasado. En La Victoria nos explican que la finca tiene más de 700 hectáreas de las que en más de 200 se cultiva café orgánico bajo sombra. Esta es una de las principales diferencias con los cafetales del Eje Cafetero, en los que el clima local no hace necesaria la sombra de los cafetales con especies como la guama, el plátano, el aguacate o la guayaba y permite realizar dos o más cosechas al año. En Minca la producción es más discreta, con una cosecha anual, aunque suficiente para que vivan en La Victoria veinte familias permanentemente.

Quiero imaginar que era café de la Hacienda La Victoria el que tomaban en casa de los Buendía de los “Cien años de soledad” en la época en la que el insomnio y el olvido se instalaron en Macondo:
“El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”.
Escribir estos relatos viajeros es mi forma de luchar contra el olvido, y algunas noches puede que también contra el insomnio.

Los Tairona
En el Parque Nacional Tayrona se abrazan la Sierra Nevada de Santa Marta y el mar Caribe, configurando un paisaje espectacular. No extraña que sea el parque nacional de Colombia que recibe un mayor número de visitantes, tanto colombianos como extranjeros.


Estas costas hoy pobladas por turistas fueron en su día la tierra de los Tairona. Entre los años 200 y 900 de nuestra era, los antiguos habitantes de la zona vivían en aldeas dispersas en las bahías y los valles bajos, dedicándose a la pesca, la explotación de sal, la agricultura de maíz y yuca y la orfebrería, alfarería y talla de piedras. Es a partir del 900 d.C. cuando se observan los cambios que marcan el comienzo del periodo Tairona. En el Museo del Oro Tairona en Santa Marta explican cuáles fueron estas transformaciones: “mayor complejidad en las construcciones en piedra, como basamentos de viviendas, caminos, plazas públicas y terrazas de cultivo; notoria jerarquización social y concentración del poder; incremento de la población y del territorio y un nuevo estilo de orfebrería”
De la artesanía que elaboraban los Tairona reluce la orfebrería en oro. Obtenían el oro de los ríos de la vertiente norte y lo modelaban con las técnicas del martillado y el vaciado a la cera perdida, mediante las que recrearon animales mitológicos con rasgos agresivos mezcla de diferentes especies, como el pectoral en forma de hombre murciélago con un sombrero con dos tucanes que se exhibe en el Museo del Oro Tairona. En estos pueblos el murciélago se ha asociado con los líderes políticos religiosos, de los que creían que tenían la sabiduría y capacidad de transformarse en murciélago y así adquirir sus extraordinarios poderes, como orientarse en la oscuridad, ver el mundo al revés o volar a regiones desconocidas del inframundo. El tucán también era sagrado entre los Tairona, porque tiene todos los colores de la naturaleza.

De la arquitectura de los Tairona destacan las obras de ingeniería , con grandes centros urbanos, una extensa red de caminos, sistemas de canales y terrazas agrícolas con las que consiguieron adaptarse a la agreste topografía de la Sierra. Aunque dentro de pocos días tendré la oportunidad de adentrarme en la Sierra hasta la Ciudad Perdida, aprovecho que estoy en el Parque Nacional Tayrona para descubrir Pueblito Chairama, uno de los más importantes centros de población de los Tairona en la costa, que cuenta con al menos 254 terrazas y llegó a albergar unas 3.000 personas.
Cuando allá por 1501 los primeros españoles arribaron a las costas de la actual Santa Marta, encontraron una sociedad Tairona evolucionada que les hizo frente. Los Tairona consiguieron resistir durante 75 años, hasta la derrota del cacique Cuchacique. Como consecuencia de esta confrontación, los Tairona fueron diezmados y los supervivientes se tuvieron que retirar a las partes más altas de la Sierra. Los Kogui, los Wiwa, los Arhuaco y los Kankuamo se reconocen como descendientes de los Tairona y en su cosmovisión aseguran que éstos siguen viviendo en lo más alto y profundo de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Paseando junto al mar por el Parque Nacional Tayrona descubro rincones como “La Piscina”, una playa turística que antiguamente fue un lugar sagrado visitado por los Kogui y los Arhuaco para hacer pagamentos a la madre tierra y así mantener el equilibrio planetario. Un equilibrio que los turistas muchas veces no contribuimos a mantener.
“Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. Sólo el mar estaba en todas partes. El mar era la madre. Ella era agua y agua por todas partes, y ella estaba en todas partes. Así, primero sólo estaba la madre(…) Pero primero estaba el mar. Y el mar era la madre. La madre era pensamiento. Y el pensamiento era Aluna”.

Hoy en día, ese mar repleto de turistas bronceados echa de menos a los Tairona, masacrados y expulsados hace mucho por los conquistadores españoles. Sin embargo, no puede echarse eternamente la culpa de todos los males de los indígenas de la Sierra a aquellos barbudos invasores. La sociedad colombiana tiene ahora la oportunidad de hacer justicia y restituir los territorios sagrados de los Tairona a sus descendientes.
Hoy en día, los turistas somos los nuevos invasores. Y en nuestra mano está contribuir a que esta tierra siga siendo la tierra de los Kogui, los Wiwa, los Arhuaco y los Kankuamo. Por mi parte, me alegro de haber elegido una agencia local Wiwa para organizar mi próxima visita: el trekking a la Ciudad Perdida o Teyuna.

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