Un relato forestal viajero por el bosque polaco de Bialowieza en 2017
Un nuevo viaje suele iniciarse en la tensa y densa sala de espera de algún aeropuerto. Allí, convertidos en mercancía, somos virtualmente embalados hacia cualquier otro aeropuerto del mundo. Tras unas eternas horas enlatados, sin ser casi ni conscientes, pasamos de dormir una noche en nuestra cálida cama a despertarnos desconcertados la noche siguiente en una cama desconocida de algún otro lugar del mundo.
Pero esta vez no he recibido la bocanada de cálido y húmedo aire tropical o el sopapo de frío y seco aire polar que nos sacuden al bajar del avión en nuestro destino viajero y nos sumergen de sopetón en una nueva y fugaz realidad.
Esta vez inicio mi viaje de una manera distinta. Recorro Europa en otoño de 2017 al volante de mi furgoneta y, al igual que les sucedía a los antiguos viajeros que se embarcaban en largas travesías, soy consciente de cómo me voy alejando kilómetro a kilómetro de casa. El cuentakilómetros avanza: cien, mil, dos mil, casi tres mil kilómetros. Percibir la distancia me hace sentir cierta nostalgia y melancolía.
“La melancolía es un licor bien caro…..
…no te has dado cuenta, ya te ha emborrachado»
Con la música de Amaral como compañera, atravieso Francia, Alemania y la República Checa. Mi destino está un poco más lejos; quiero llegar al bosque de Bialowieza, en la frontera entre Polonia y Bielorrusia. Bialowieza, el bosque ancestral, el bosque de los bisontes.
Entretengo las largas noches de otoño del camino leyendo a Thoreau, que en “Walden” escribe sobre los poco más de dos años que “vivía solo, en los bosques, a una milla de cualquier vecino, en una casa que había construido yo mismo, a orillas de la laguna de Walden”. Me detengo en una frase atronadora:
“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente”.
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