La transformación de Aotearoa
La sala de espera del aeropuerto de Wellington la sobrevuela un águila gigante. Podría ser la imagen del Águila de Haast, el águila más grande y pesada de la que se tiene conocimiento. Con sus casi 18 kg, prácticamente doblaba en peso a las mayores águilas vivas. Parece ser que se especializó en la caza del Moa gigante de la isla Sur de Nueva Zelanda, de casi 250 kg de peso y la tradición oral maorí todavía recuerda que era capaz de atacar a niños. Tanto el Águila de Haast como el Moa gigante se extinguieron hace unos 500 ó 600 años, por lo que hoy sólo nos queda su recuerdo. El águila del aeropuerto en realidad no es un homenaje a la grandiosa águila de Haast. Una pequeña figura que cabalga a sus lomos nos desvela su verdadero significado: es Galdalf, el mago del Hobbit y del Señor de los Anillos. Una tierra fabulosa como Nueva Zelanda prefiere venderse en el mundo como una fábula, la de la Tierra Media.

Wellington es la capital de Nueva Zelanda. Ubicada al sur de la Isla Norte, es una ciudad agradable, pequeña, pegada a una enorme bahía que le da luminosidad. En un extremo de la bahía se sitúa el museo Te Papa o “contenedor de tesoros”. Un buen museo es un libro abierto que nos enseña detalles que seguramente nos pasarían desapercibidos de los lugares que visitamos. En el Museo Te Papa nos invitan a explorar los grandes tesoros e historias de este país: su entorno natural único, su cultura maorí, su patrimonio artístico y su fascinante historia.

En el Museo Te Papa exhiben una exposición temporal, “La transformación de Aotearoa”, que se presenta así: “Bienvenido a Blood, Earth, Fire, la espectacular historia de cómo la gente ha hecho su hogar en Aotearoa, Nueva Zelanda. Esta es la historia de cómo los bosques y los humedales se convirtieron rápidamente en granjas y asentamientos. Se trata de lo que sucedió cuando una gran cantidad de nuevas especies irrumpieron en la escena. Y se trata de la desaparición de muchos habitantes originales. También es la historia de cómo las personas han llegado a amar y cuidar esta tierra”. Una historia que poco tiene que envidiar a las épicas de la Tierra Media.

Nueva Zelanda fue el último gran territorio en ser colonizado por el hombre. Antes de la llegada de los maoríes hacia el siglo XIII, más del 80 % de las dos islas estaban cubiertas por bosques. Hacia 1840, cuando comenzó el asentamiento organizado de los europeos, los bosques ocupaban la mitad del país. Hoy, los bosques nativos cubren aproximadamente el 25 % de Nueva Zelanda. Se trata de uno de los procesos de destrucción del bosque más rápido de la historia de la humanidad.

Los maoríes llamaron a esta nueva tierra “Aotearoa”. Desde su llegada, deliberadamente o no, quemaron grandes extensiones de bosque en las áreas más secas de la costa este de ambas islas. Los maoríes elaboraron rústicas herramientas de corte con piedras afiladas de pakohe, basalto y pounamu. Con ellas y con ayuda del fuego eran capaces de derribar grandes árboles entre 20 hombres trabajando durante 3 ó 4 días, que empleaban para construir canoas, viviendas o para elaborar tallas. Cuenta la leyenda que hace mucho un maorí llamado Rata apeó un gran árbol para construir una canoa. Cuando regresó para empezar a dar forma a la canoa, el árbol estaba en pie. Cortó de nuevo el árbol, pero cuando regresó al día siguiente estaba otra vez en pie. Aquella noche, después de cortarlo por tercera vez, Rata se escondió y pudo ver cómo los insectos, las aves y los espíritus del bosque volvían a levantar el árbol. Los espíritus reprendieron a Rata y le advirtieron que había derribado uno de los árboles sagrados de Tane, el Dios del bosque, sin su permiso. Desde entonces, los maoríes deben pedir permiso a Tane para apear un árbol, mediante Karakias o rezos. En definitiva, las talas de los maoríes no fueron intensivas y tuvieron poco impacto en el bosque.
Los colonos europeos fueron menos espirituales en su relación con el bosque. Con la instalación de las primeras granjas a mediados del siglo XIX, el progreso se entendió como la conversión de los bosques a tierras de cultivo y pastizales. Se estima que hacia 1921 había en Nueva Zelanda unas 80.000 granjas, responsables de que la deforestación avanzara exponencialmente. Los bosques de Rimu, de Totara o de Kahikatea fueron ampliamente transformados en pastizales. Los hayedos tuvieron mejor suerte, por localizarse en áreas más inaccesibles de montaña. Pero el principal árbol afectado por la llegada de los Pakeha, los europeos, fue el Kaurí (Agathis australis).


Los bosques de Kaurí cubrían vastas extensiones en el extremo norte de la Isla Norte. En el periodo entre 1860 y 1920 el Kauri fue explotado intensivamente, hasta el punto de que se calcula que el área ocupada actualmente por el Kauri es menos del tres por ciento de su extensión original. Ya en 1909 Leonard Cockayne advertía que “al ritmo al que se está convirtiendo el Kaurí, no quedarán bosques en veinte años, o quizás en menos”. En todo caso, no cabe duda de que fue un recurso que contribuyó decisivamente al desarrollo del país. A mediados de 1830, aproximadamente el 30 % de la población masculina de la Isla Norte estaba relacionada con el comercio de madera. Pero, ¿ha valido la pena el precio pagado?

Pronto se empezaron a alzar las primeras voces críticas con esta sobreexplotación de los bosques neozelandeses. Con objeto de suplir el consumo de madera de especies nativas para frenar el deterioro de los bosques autóctonos, el recién creado Servicio Forestal promovió grandes plantaciones de especies forestales exóticas. El Pino radiata, que se introdujo de forma experimental en Nueva Zelanda por primera vez en 1859, se empezó a utilizar intensivamente en plantaciones forestales a partir de la década de 1920. Actualmente, Nueva Zelanda tiene 1,8 millones de hectáreas de plantaciones forestales, de las que el 89 % son de esta especie. El bosque de Kaingaroa, con 190.000 hectáreas, es una de las plantaciones forestales más antiguas y más grandes del mundo.
Allí donde un día dominaron impenetrables bosques de Kauris, Rimus, Totaras o Kahikateas, el paisaje de las grandes llanuras de Nueva Zelanda está dominado hoy por grandes extensiones de pastizales repletos de ovejas, en mosaico con infinitas plantaciones de Pino radiata. La transformación de Aotearoa ya se ha producido.
“The aliens are coming” es el título de una de las salas de la exposición en el museo Te Papa. Nos introduce así, sin rodeos, en el dramático impacto de las sucesivas oleadas de extranjeros, de extraños, se podría decir que de extraterrestres, sobre la fauna original de Aotearoa. Un panel muestra una lista de hasta 49 especies de aves extinguidas en Nueva Zelanda, entre las que se encuentran nueve especies de Moas, el Águila de Haart o la Huia, un llamativo pájaro considerado sagrado por los maoríes, que vivió en lo que un día fue el paraíso de las aves.

Pero «la transformación de Aotearoa» no es solo una historia de la destrucción de sus bosques, también es la historia de cómo las personas han llegado a amar y cuidar esta tierra. Los últimos paneles de la exposición hacen un guiño para la esperanza:
“La gente de hoy tiene una idea clara de cómo sus acciones pueden afectar la tierra. Como resultado, algunos se han convertido en Kaitiaki (guardianes) del mundo natural, encontrando formas de proteger lugares y especies. Y hay una conciencia creciente de que promover la salud de la tierra hoy significa que las necesidades de las generaciones futuras se pueden cumplir”
Esta idea de la sostenibilidad, en el sentido de utilizar los recursos naturales de forma que se asegure que las futuras generaciones puedan también disfrutarlos, no es un concepto nuevo entre los pobladores de Aotearoa. Su significado se puede ver en el concepto maorí de Kaitiakitanga, la responsabilidad de proteger y tutelar el medio ambiente. En la visión del pueblo maorí, las personas están estrechamente conectadas con la tierra y la naturaleza; existe un profundo parentesco entre los humanos y el mundo natural. Hoy hay en el país un interés creciente en Kaitiakitanga. Las tribus maoríes o Iwis están adaptando estas ideas tradicionales al mundo moderno. Como ejemplo, el Iwi Whanganui ha conseguido que el Estado reconozca al río Whanganui personalidad jurídica propia. Ahora, el río podrá ser representado en procedimientos judiciales por un miembro del Iwi Whanganui y un delegado del gobierno. Contaminar o dañar el río es legalmente como lastimar a una persona. Para ellos, el río es un antepasado y una entidad viva: “yo soy el río y el río soy yo”.


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