Los Dowayo. Tras el antropólogo inocente
Al acercarnos a los poblados Dowayo comprobamos rápidamente que su modo de vida es bastante diferente al de los Mbororo. Al borde de nuestro camino una anciana vigila pacientemente una montaña de mazorcas de mijo. Los Dowayo son agricultores y cultivan mijo, maíz y algodón. Al llegar al poblado tenemos que subir hasta la parte alta para encontrar la casa del jefe, que desde su atalaya domina toda la comunidad.
Los poblados Dowayo animistas tienen en realidad cinco jefes, con funciones diferenciadas: el jefe, el jefe religioso, el brujo de la lluvia, el herrero y la comadrona. Joan Riera nos ayuda a comprender un poco sobre las creencias y la organización del pueblo Dowayo en su guía de Camerún:
“Los dowayo se rigen por un sistema de castas. En lo alto están los «brujos de la lluvia», seguidos de los dowayo corrientes y en un último nivel los herreros a los que se les considera culpables de algunos males.”
En todo caso, solamente un pequeño porcentaje de los Dowayo son todavía animistas. La mayoría profesa las religiones musulmana y cristiana, aunque con niveles variables de sincretismo.
Detrás de la casa del jefe, un círculo de Ficus enmarca un área desnuda en la que se celebran reuniones públicas, festejos, rituales y otras ceremonias como los juicios. En el poblado también vemos grandes árboles de Teca (introducidos por los alemanes en la época de la colonia), Baobabs, Ceibas o Kapokies y Tamarindos.
Seguimos ascendiendo por la montaña y llegamos a Kongle, otro poblado Dowayo. En Kongle visitamos a Olivier, el herrero. Los herreros son la casta más baja entre los Dowayo, por lo que únicamente se casan entre ellos. Los hombres, además de trabajar como herreros, elaboran las muñecas de la fertilidad y los tótems. Sus mujeres son alfareras y hacen elegantes cerámicas, como los cuencos para la dote. Los novios Dowayo regalan a su prometida estas vasijas negras llenas de semillas, “la fruta de la vida”, en una especie de pedida de mano que ellas aceptan como compromiso de que serán capaces de cultivarlas.
Olivier tiene dos esposas, que nos enseñan cómo trabajan la cerámica y yo aprovecho para comprarles un pequeño cuenco para la dote. Olivier, por su parte, está acabando de decorar una muñeca de la fertilidad, que son figuras talladas en madera y adornadas con cuentas de diversos colores que suelen llevar colgadas las mujeres. Cuando termina de dibujarle a la muñeca los pies, las cejas y otros pequeños detalles con un hierro al rojo, se dedica a reparar un hacha que un vecino ha traído dañada.
Mientras trabaja en la fragua, Olivier nos cuenta que hace unos siete meses que murió su madre y que en cuanto recoja la cosecha de algodón, que ya tiñe los campos de bolas blancas, tendrá suficiente dinero para organizarle un festival de las calaveras. El jefe religioso es el encargado de las ceremonias funerarias y en ocasiones sube a la choza de las calaveras para pedirles consejo.
Joan Riera lo describe en su guía de Camerún:
“Cuando un dowayo muere se envuelve el cadáver con la piel de vacas sacrificadas para la ocasión, antes de enterrarlo. Pasadas unas dos semanas el cadáver es desenterrado, se le quita la cabeza, se la examina para ver si ha estado sometido a brujería y se coloca en una olla que hay en un árbol. Finalmente, si el cráneo es de un hombre circuncidado, se sitúa en un descampado que hay detrás de la choza de las calaveras y si es de una mujer se devuelve a la choza donde ella nació para que de ese modo el espíritu descanse”.
Kongle es el poblado sobre el que Nigel Barley escribió “El Antropólogo Inocente”, relato en el que narra sus peripecias como antropólogo entre los Dowayo a finales de los años 70.
Nigel Barley habla del sistema de castas de los Dowayo, en el que, como ya sabemos, los herreros como Olivier se sitúan en el último lugar:
“Para este pueblo, los herreros forman un grupo aparte y conviene regular estrictamente los contactos con ellos. No pueden casarse con otros Dowayo ni comer con ellos, sacar agua junto a ellos ni entrar en sus casas. Resultan perturbadores por el ruido que hacen, por su olor y por su extraña manera de hablar”
Tras más de un año conviviendo con los Dowayo, en “El Antropólogo Inocente” analiza los distintos elementos que conforman su cosmovisión: la ceremonia de los cráneos, el ritual de la circuncisión, los rituales de la lluvia y de la fertilidad, la relación entre la brujería y las enfermedades…, llegando a enlazar los vínculos entre todos ellos:
“Todas las esferas de la fertilidad se unen en un único sistema y el cambio de la estación lluviosa a la seca se vincula a la transformación del chico “mojado” sin circuncidar en hombre “seco” circuncidado”.
Mientras tanto, yo sigo tomando notas y fotos de la gente con la que vamos compartiendo breves momentos, intentando comprender a mi manera lo que se muestra ante mis ojos. Tengo la impresión de estar jugando a una especie de aprendiz de antropólogo. Por fortuna, las explicaciones de nuestro guía Abdoul nos permiten entender algunas pinceladas de este mundo que se despliega a nuestro alrededor y del que tantos matices y tantos trazos finos y gruesos se escapan a nuestra percepción.
Tras dormir de nuevo en Bukaru Camp, a la mañana nos dirigimos hacia un poblado Dupá, con los que pretendemos convivir un par de días. Los Dupá, como los Dowayo, son un pueblo agrícola paleo-sudanés que ha vivido relativamente aislado a los pies de los Montes Vokre.
Por el camino, Abdoul me cuenta detalles sobre los árboles locales, que según ascendemos por el valle se hacen cada vez más abundantes.
El Federbié es una acacia que se emplea en proyectos de reforestación en el Extremo Norte de Camerún por su particularidad de mantener las hojas en la estación seca y desprenderse de ellas en la estación húmeda. El Cailcedrat (Khaya senegalensis) es un árbol con una amplia copa y tronco frecuentemente verrugoso, del que se utiliza la corteza contra la hepatitis. El Flamboyán aporta un toque de color al seco paisaje con sus flores rojas que destacan en unas ramas sin hojas. El Baobab muestra también sus grandes frutos colgantes en sus ramas desnudas.
Avanzo absorto recordando las peripecias de Nigel Barley en su convivencia de más de un año con los Dowayo. Intento repasar mentalmente las herramientas de trabajo de un antropólogo “inocente”.
La técnica esencial de un antropólogo es la observación participante, que consiste en observar lo que ocurre mientras se participa en las actividades cotidianas. No se busca observar de forma objetiva desde el exterior sino involucrándose en la realidad que se pretende conocer.
Nigel Barley, como buen antropólogo, observaba:
“Algunos dowayos ya habían empezado a cosechar, aunque era temprano, y llegó el momento de dejarme ver por los campos. Cada temporada construyen una era, situada en una pequeña depresión excavada en el suelo y recubierta de barro, excrementos de vaca y plantas viscosas para darle una superficie firme que ha de protegerse de la brujería mediante elementos punzantes: cardos, púas de tallos de mijo o bambú e incluso de puercoespín”.
Y como buen antropólogo intentaba participar:
“Las obras de antropología están llenas de testimonios de investigadores de campo que “no fueron aceptados” hasta que un día cogieron la azada y empezaron a hacerse un huerto. Ello les abría inmediatamente las puertas, los convertía en “un lugareño más”. Los dowayos no son así. Siempre les extrañaba que yo intentara llevar a cabo el más pequeño acto de trabajo físico. Si pretendía transportar agua, unas frágiles ancianas insistían en llevarme el cántaro. Cuando intenté hacerme un huerto, Zuuldibo quedó horrorizado ¿Por qué se me había ocurrido semejante cosa? Él no tocaba nunca una azada; ya me buscaría un hombre para que lo hiciera. (…) Y allí estaban, tres mil lechugas, todas plantadas el mismo día y a punto de madurar al cabo de una semana. (…) Ni siquiera tenía vinagre”.
Otra técnica esencial de los antropólogos es la entrevista etnográfica, con un carácter informal. Parte de la premisa de que “las formas que pertenecen al dominio afectivo son más profundas y significativas que las que pertenecen al dominio intelectual”. Vamos, que se obtiene mejor información con una cálida conversación que con una fría encuesta.
Sin embargo, para Nigel Barley no resultó sencillo entablar conversaciones con los Dowayo:
“Y cuál no sería mi aflicción al descubrir que no podía sacarles a los dowayos más de diez palabras seguidas. Cuando les pedía que me describieran algo, una ceremonia o un animal, pronunciaban una o dos frases y se paraban. Para obtener más información tenía que hacer más preguntas. Aquello no era nada satisfactorio porque dirigía sus respuestas más de lo que aconseja cualquier método de campo fiable. Un día, después de unos dos meses de esfuerzos bastante improductivos, comprendí de repente el motivo. Sencillamente, los dowayos se rigen por reglas distintas a la hora de dividir una conversación. (…) Cuando oye hablar a alguien, el dowayo se queda con la mirada fija en el suelo, se balancea hacia delante y hacia atrás y va murmurando “si”, “así es”, “muy bien” cada cinco segundos aproximadamente. Si no se hace de esta forma, el hablante calla de inmediato. En cuanto adopté este método, mis entrevistas se transformaron”.
Un antropólogo necesita establecer sus informantes clave, en los que enfocará los esfuerzos del trabajo etnográfico. Para Nigel Barley el Viejo de Kpan se convirtió, no sin esfuerzo, en uno de sus informantes principales:
“(…) En el interior estaba sentado el Viejo de Kpan (…) tenía entendido que me interesaban las costumbres de los dowayos. Él había vivido mucho tiempo y visto muchas cosas. Me ayudaría”. “Esto señaló el inicio de mi campaña para ganarme a los jefes de lluvia y convencerlos de que compartieran sus secretos conmigo. (…) Inicié la política de visitarlos a todos, uno a uno, pidiéndoles que me vinieran a ver cuando pasaran por Kongle y enfrentándolos descaradamente entre sí. Ante el jefe de Mango fingí que solo había acudido a él en la esperanza de que me pudiera decir algo del verdadero jefe de lluvia, el de Kpan. Cuando volví a ver al Viejo de Kpan confesé que erróneamente le había considerado jefe de lluvia pero que me había enterado de que, en realidad, sabía poco del tema. Sin embargo, quizá podría contarme lo que ocurría en Mango. Puesto que estos dos personajes eran grandes rivales, conseguí mi objetivo”.
Los datos que se recogen pueden estar visiblemente ligados al objeto de estudio o constituir cabos sueltos. En los trabajos etnográficos se recomienda regístralo todo y establecer a posteriori las relaciones y las relevancias. Nigel Barley lo explica a su manera:
“Como la mayoría de antropólogos en esta situación, busqué refugio en la recogida de datos. La prevalencia de los datos en las monografías antropológicas deriva, estoy seguro, no del valor o interés intrínseco de tales datos, sino de la actitud que tiene como lema “en caso de duda, recoge datos” (…) Así pues, cada día salía a recorrer los campos armado con mi tabaco y mis cuadernos, calculaba las cosechas y contaba las cabras en un arranque de actividad superflua que al menos servía para que los dowayos se acostumbraran a mi extraño e inexplicable comportamiento”.
Las formas de registro revisten una gran importancia en la relación entre el antropólogo y sus informantes. La grabación o la anotación en la libreta de campo durante la observación o la entrevista es la forma más fiel de recogida de datos. La recopilación de datos a posteriori pierde fidelidad pero permite prestar más atención y reduce la inhibición del interlocutor. Nigel Barley utilizaba todas las herramientas a su alcance, con la ayuda de su acompañante Dowayo:
“Por fin se me presentaba la primera oportunidad de poner a prueba mi equipo –máquinas fotográficas y magnetofón- sobre el terreno. Le había enseñado a Matthieu a usar el magnetofón y habíamos acordado que él se ocuparía de eso mientras yo me concentraba en tomar fotografías y notas. Ello le complació grandemente y empezó a pavonearse y a apartar a la gente de su camino a empellones, cerciorándose de que todo el mundo se percatara de sus dificultosas responsabilidades”.
Pienso en cuánto nos parecemos los turistas a Matthieu. Nos acercamos a los poblados cámara en mano y miramos a los ojos de sus habitantes a través del visor, con prisas por captar en fotos todos los detalles posibles, pero sin mayor reflexión ni empatía.
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